Ana María Gallardo.
Psicóloga consultora en Fundación Interpreta
¿Cómo definimos qué es ser un “buen padre” o “una buena madre”? Difícil pregunta. Una buena respuesta está en el concepto de competencias parentales desarrollado por el psiquiatra Jorge Barudy para describir la capacidad de un adulto para cuidar, proteger y educar a sus hijos, asegurándoles un desarrollo sano.
Sin embargo, ¿Qué entendemos por cuidar, proteger, educar y por desarrollo sano?
Todas las sociedades entienden de diferente forma dichos conceptos. Por ejemplo, en algunos países latinoamericanos, cuidar, proteger y educar está relacionado con el monitoreo de las conductas e inculcar el respeto, como una forma de enseñarle a los niños a participar en familia y sociedad. Mientras que en países europeos se observa que el cuidar, proteger y educar está relacionado con que los niños exploren y aprendan a ser asertivos para estimular su individualidad. Bajo esta idea -un tanto caricaturizada-, podemos decir que la cultura orienta la crianza y por lo tanto qué significa ser “buenos” padres.
Estos valores también pueden variar dentro de un país: entre zonas rurales y urbanas, en pueblos originarios, según localidad geográfica e incluso a través del tiempo. Chile es un claro ejemplo de aquello. Hoy en día, nadie defendería el dicho “la letra con sangre entra” con el cual fueron criados nuestros abuelos y padres.
El problema deviene cuando hacemos juicios de valor hacia la forma de crianza que tienen personas provenientes de otros países, sin entender el trasfondo cultural. Más peligroso aun, es cuando dichos juicios se intensifica con prejuicios hacia la comunidad o sociedad que representan dichos padres y madres.
Para ejemplificar esto aludiré a la clásica escena en que uno de nuestros hijos hace un berrinche en un espacio público. Cada uno utiliza la mejor estrategia que tiene disponible para calmar a sus hijos. Sin embargo, a menudo nos sentimos evaluados por el resto a través de sus miradas. En estas situaciones, la mayoría sentiría rabia, frustración o vergüenza, pero no pasará mucho tiempo en que olvidemos lo sucedido.
Sin embargo, algunas comunidades están sometidos al constante estigma, en la cual se asume a priori que no ejercen una crianza adecuada, dado que sus prácticas parentales distan de las expectativas culturales de la mayoría.
Quisiera subrayar que ya es difícil ser blanco de prejuicios, pero es más difícil aun cuando el prejuicio compromete algo tan íntimo como es la relación con un hijo o hija.
Desafortunadamente, como país tenemos que hacernos cargo que hemos juzgado y hemos castigado las distintas formas de parentalidades basada en prejuicios hacia determinadas comunidades. Los resultados han sido nefastos.
Explicito que este no es un llamado a relativizar lo que se ha entendido y desarrollado dentro del marco de la Convención de los Derechos de los Niños y Niñas. Mi postura es que existen ciertos componentes que deben salvaguardarse y estimularse en toda relación de cuidado hacia un niño o niña, como lo es el derecho al cuidado cariñoso y crecer en un ambiente libre de violencia, entre otros. Sin embargo, es una invitación a hacernos cargo de la tensión que existe entre las diversas formas de ejercer la parentalidad y de los propios sesgos cuando queremos definir qué es ser un “buen padre” o una “buena madre”.
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